Ovidio Guzmán: el muchacho que disfrutaba vivir en la CDMX | Días Extraños
Llegó a la ciudad junto con su madre porque no tenía el carácter que requería la empresa familiar. Era un “ratón” demasiado inofensivo. Pero los pistoleros merodeaban, silenciosos, los Jardines del Pedregal.

Ovidio y la Ciudad
Un muchacho recorre las calles exclusivas de la Ciudad de México, pide una malteada en el Cheescake Factory de Parque Delta. Es un millennial más, como cualquier otro en la ciudad. Es Ovidio Guzmán López (Culiacán, 1990).
La historia detrás de su vida es más que narco y violencia. También es infancia y privilegio. Lejos de Sinaloa, un joven de provincia se instala, como tantos otros, en la gran ciudad. Como si viniera a probar suerte, a hacerse un lugar. La búsqueda de oportunidades que cualquier mexicano merece en esta ciudad que es de todos. Labrarse, por qué no, un futuro en la Ciudad de México.
Pero aquel no fue precisamente el caso de Ovidio. Llegó con las mismas intenciones del resto, pero en condiciones muy distintas. Cargaba un apellido que no eligió, como nadie elige el suyo, pero que desde entonces ya era una condena. Herencia inevitable de los hijos de los hijos, esa donde el destino lo ha alcanzado (y esta vez todo indica que es en serio) en medio de un vórtice diplomático entre México y Estados Unidos, que apunta hacia un escenario poco alentador para el grupo en el poder. Y sin embargo, esta historia no pretende contar eso.
Ovidio llegó a la colonia Jardines del Pedregal de la Ciudad de México en la década de los noventa. Asistió al Colegio CEYCA, una institución religiosa de los Legionarios de Cristo. Los maestros le recuerdan como un niño tímido, algo triste. Si le felicitaban, agachaba la cabeza. También le invitaban a fiestas de cumpleaños. Pastel y serpentinas, confeti en el suelo. Niño de los noventa, tal cual. Aquella vida de un tiempo que no delató el peso del apellido que venía persiguiéndole desde su nacimiento. Pero nada es para siempre.
Detrás de la cotidianidad, los cuadernos y los libros, su familia ostentaba poder y riqueza. Hay cosas que no se pueden esconder. Sus vecinos lo notaron. El Chapo lo había enviado a la ciudad junto con su madre porque no le miró ni el talento, ni el talante que requería la empresa familiar. Era un “ratón” demasiado inofensivo. Pero los pistoleros merodeaban, silenciosos, los Jardines del Pedregal. Sombra sigilosa, el animal que repta. Las blindadas velando, pues, el sueño capitalino del joven Guzmán.
Aunque Ovidio siempre quiso llevar una vida normal en la Ciudad de México, así, mezclándose con despistada naturalidad, como se hace cuando se aprende a nadar en aguas poco exploradas, pronto, el capitalino suspicaz, ese que reconoce las formas que no conectan con la ciudad, detectó al provinciano. Pero este no era un provinciano cualquiera. Algo no cuadraba. Vehículos blindados, un niño y su madre. No tienen ningún sentido.
Cuando el niño creció, volvió a Culiacán. Pero su gusto por la Ciudad de México nunca se fue. Le gustaba venir y pasearse de vez en cuando, una estancia de lujo y vigilancia. Según reportes, se hospedaba en hoteles de la alcaldía Benito Juárez y se movía en camionetas Mercedes Benz y Land Rover blindadas. Guardaespaldas le acompañaban. Sus gustos incluían visitar plazas comerciales, también escaparse a Polanco en busca de una que otra prenda Gucci.
Lo curioso, y quizás revelador, es que uno de sus lugares favoritos para bajar la guardia era un restaurante que no deja de sonar cándido, el The Cheesecake Factory en Parque Delta. Ahí, cada jueves, según testimonios periodísticos, disfrutaba de una rebanada de pastel y una malteada. No era solo un capricho; ese lugar representa una ventana a la dualidad de su vida.
Ese pequeño refugio no estuvo exento de peligro. Información de medios nacionales apuntan a que en octubre de 2021, un grupo de sicarios ligados a sus enemigos casi acaba con él en ese mismo restaurante. La multitud disuadió el ataque, pero la escena pone en perspectiva lo precaria que es la vida detrás del poder, el narco y su riqueza. La infancia y juventud de Ovidio en la CDMX fueron una mezcla constante de normalidad y riesgo.
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La historia de Ovidio en la Ciudad de México se sale del estereotipo del delincuente habitual, ese que es criado en la violencia y la marginalidad. Su infancia y juventud fueron una doble vida. Fue niño común. Luego, joven envuelto por el halo del poder, la vigilancia y el riesgo. La dualidad retrata su perfil como líder criminal, alguien que deambula en mundos opuestos. Apariencia, normalidad y control.
El hecho de que su entorno incluyera zonas exclusivas, colegios privados y restaurantes comunes refleja una estrategia de camuflaje. No es narco marginal, sino junior que vive la alta sociedad, un trasfondo acaso más oscuro y violento.
También revela algo aún más extraño, el pertenecer a una generación de narcotraficantes que no salieron del hambre y la pobreza, sino de una familia acomodada.
Este perfil no solo humaniza a una figura polémica, sino que también muestra la sofisticación con la que se manejan las nuevas generaciones del crimen organizado.
Vuelta a ese jueves 17 de octubre de 2019, Culiacán, Sinaloa. Ovidio, mirada oculta bajo de la visera de una gorra azul. En el cuello no hay cadenas, sino escapularios de estambre. Una Orden, voz un poco cerril, de animal acorralado: «déjenlos ir, suéltenlos, no queremos más problema».

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