Julio César Chávez y el Cártel de Sinaloa: nada que ocultar
El campeón no negó nada. Dijo los nombres, contó las historias y aceptó los regalos. En Sinaloa no se sobrevive negando al patrón: se sobrevive saludándolo de frente.

Julio César Chávez el Gran Campeón
Julio César Chávez nunca ensayó entrevistas, tampoco evasivas. No se escondió detrás de abogados ni negó, cínico, como político. Es gente. Cuando le preguntaron si conocía a los capos de Sinaloa, respondió con la naturalidad del campeón que va de frente; recibía los golpes con cotidiana mexicanidad: “Sí, los conocí. A todos”.
«Al “Chapo” Guzmán, al Mayo Zambada, al Azul, Amado Carrillo». Nombres que hacen temblar a cualquiera. A él no. Los vio de cerca, los saludó en fiestas donde la cocaína llegaba en bandejas. Le regalaron relojes con diamantes, guantes de box valorados en ochenta mil dólares, cortesías de quienes mandan en la sierra.
Chávez contó que en más de una ocasión la invitación no era una simple cortesía. Llegaban tres camionetas con hombres armados y una frase ultimátum: “El patrón quiere verte. ¿Vas o te llevamos?”. En Sinaloa, no asistir es una forma de firmar tu sentencia.
Durante años, su fama era una forma de escudo. Ídolo popular intocable. El campeón que salía en portadas mientras, en privado, se debatía entre el vértigo de la gloria, el cansancio, las adicciones. “Todo mundo sabe que en Culiacán están los narcotraficantes más buscados… y son mis amigos, pero amigos nada más”, aclaró. Y en esa delgada línea tan difusa entre la amistad y la conveniencia, recae el mito.
Lo que para muchos sería una deshonra, para él era el lugar que lo formó. Basta con recordar esa portentosa estatua del Gran Campeón en el centro culichi: el boxeador nacido en Sonora, criado y hecho en Sinaloa, antiguamente llamados los estados hermanos del oeste. Vaya nombre, a qué negarlo. No como confesión, sino como una verdad de su época: “Me regalaban droga, relojes, lo que fuera… pero nunca tuve necesidad de involucrarme con ellos”. Y cada vez que lo acusaron de lavar dinero o servir de fachada, su respuesta fue sincera, casi con fastidio: “Nunca estuve metido en su negocio”.
La versión oficial , es decir, la suya, es que jamás cruzó el umbral del crimen organizado. Dice que su único vínculo fue la admiración que estos hombres sentían por el campeón. La misma admiración que, irónicamente, lo convirtió en rehén de un sistema donde todo se compra: voluntades, silencios, nombres.
Julio César Chávez no pide disculpas por esos años. Hay honor. Tampoco se victimiza, esas no son las formas de un Gran Campeón. En su relato, se dibuja la figura de un hombre que aprendió a navegar entre dos mundos: el ring donde era invencible y la realidad sinaloense donde la lealtad al capo es una verdad
Su historia no es una anécdota más de narcotráfico. Es un retrato de lo cotidiano.

Los Angeles Dodgers v San Diego Padres / Orlando Ramirez