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  • 03 JUL 2025, Actualizado 07:57

París, los días finales del General | Días Extraños

En París, Porfirio Díaz vivió sus últimos días entre paseos solitarios, telegramas tardíos y un exilio que terminó sin ceremonia.

The Mexican general and politician Porfirio Diaz

The Mexican general and politician Porfirio Diaz / Apic

En la primavera de 1911, Porfirio Díaz desembarcó en Europa con la mirada puesta en el suelo. La ropa justa, un par de retratos, el bastón de puño de plata. Subió al coche que lo llevó por avenidas anchas hasta un edificio gris, marcado con el número 26 de la Rue du Bois.

No preguntó demasiado. Calló, en virtud de sí mismo. París era una ciudad que conocía, lejos de Veracruz. Lugar donde se había exiliado y decidió pasar bajo ese suelo su último sueño.

Veracruz era ahora un puerto distante, la última orilla. Las primeras semanas parecieron una convalecencia. El equipaje amontonado en el salón, Carmen echando ojo a la lista de gastos. Por las noches, le encontraba sentado en una silla, la mirada en la alfombra. Silencio y contemplación.

Según un cronista de la época, “parecía un hombre que ya había concluido su trato con el mundo”

Pronto se acostumbró al minucioso orden parisino. Las farolas encendidas siempre a la misma hora. El aroma de pan recién hecho, el humo de  los tranvías. En la ventana, hombres de levita y mujeres de guantes claros. Actores de un teatro del cual él ya no pertenecía.

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Por las tardes caminaba por el Bois de Boulonge. Un parque enorme, de senderos que se bifurcaban en corredores de sombra. Avanzaba despacio, medía sus pasos. Lo que fuera que justificara andarse un poco más tranquilo. Se detenía, cancino, en un banco a observar el lago. Los niños soltando barcos de vela, el viento resoplando. Montones de hojas muertas sobre carretillas de jardineros parisinos. Nadie lo saludaba, porque nadie sabía quién demonios era.

A veces es así. Puede que Carmen le acompañara, dice otra crónica de la época. Pero la mayor parte del tiempo caminaba solo, dejando que el bastón golpeteara, no sin cierto encanto, la grava en los caminos de París. Dicen que nunca cambiaba de ruta. Después, regresaba al departamento. La hora exacta nunca cambia.  

Esas pequeñas cosas que le sobreviven al viejo General. Un desayuno. Un café con leche. Sopa al mediodía. La cena breve que nunca se terminaba. Los periódicos llegaban retrasados del otro lado del Atlántico. Leía nombres de ciudades que ya no podía ubicar con precisión. A veces, preguntaba por Oaxaca. Otras, no preguntaba nada.

Una mañana de otoño le invitaron a visitar Los Inválidos. Le ofrecieron sostener la espada de Napoleón. Empuño con una mano incierta, trémula. Sostuvo la espada un instante. Otra vez, callándose para sí mismo como si fuese la única virtud que le sobrevive. Luego la devolvió y pidió salir. Afuera, el cielo era gris y empezaba a llover.  

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De a poco los paseos se acortaron. El cuerpo empezó a fallar con la precisión de un mecanismo que se oxida. La tos, interna vibración constante, no daba tregua. Carmen escribiendo cartas, pidiendo más medicina. El médico, voz un poco cerril, hablaba bajo, en un francés horrendo que a menudo se confundía con cualquier otro idioma. Se traducía mal, el médico ese.

A principios de 1915 dejó de salir. Dormía muchas horas. Cuando despertaba pedía que le abrieran la ventana. Decía que el aire le recordaba algo que ya no podía nombrar. Una madrugada le llegó un telegrama. Era la noticia de la muerte de su hija. Leyó el papel despacio, con la mirada gastada y un último resto de voluntad. Luego lo dobló. Otra vez, silencio.

El dos de julio, cuando el calor empezaba a levantarse de los muros, murió Porfirio Díaz. No hubo cortejo. No hubo honores. París estaba ocupada en su propia guerra. Carmen se quedó sentada junto a él hasta que llegaron a levantar el cuerpo.

Le velaron en una iglesia cercana. Una que otra vela. Ningún himno. Tampoco bandera.

Llegó a Montparnasse. Entre lápidas que no conocía, fue enterrado. Ninguna procesión.

Un final sin ceremonia, una ciudad que no le debía nada. Afuera, la gente caminaba como todos los días. Lejos de Veracruz, en México la verdadera guerra estaba por estallar, un festín de fuego, sangre y traición. Qué más da, cualquier verano es un final.  

The Mexican general and politician Porfirio Diaz / Apic

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