La fragilidad humana ha quedado evidenciada con los apagones eléctricos masivos ¿tenemos excesiva dependencia tecnológica?
Es momento de reflexionar sobre el mundo sin electricidad

Los recientes apagones que han azotado a Chile y España en este 2025 sirven como un crudo recordatorio de una verdad ineludible: nuestra dependencia tecnológica ha alcanzado un punto crítico.
¿Es el fin del mundo si nos quedamos sin energía eléctrica?
La oscuridad repentina no solo ha sumido a ciudades enteras, sino que también ha iluminado la sombra de nuestra creciente vulnerabilidad ante el uso excesivo de las tecnologías. Estos eventos, ya sea por fenómenos atmosféricos, uso excesivo de la inteligencia artificial, ciberataques u olas de calor, nos obligan a reflexionar sobre el rumbo que hemos tomado como sociedad.
La promesa de la IA como estandarte de la eficiencia y optimización, pero su aplicación indiscriminada en “casi todo” revela un riesgo latente. Si bien está diseñada para darnos cierta estabilidad, puede volverse impredecible o ser susceptible a errores sistémicos a gran escala. El mundo globalizado por medio de una interconexión global facilita el flujo de información y energía, algo que también se convierte en una autopista para la propagación de fallos y ataques maliciosos. Esta dependencia de sistemas automatizados, si no se acompaña de robustos protocolos de seguridad, nos expone a un colapso sistémicos como los que estamos viviendo.
Los apagones de Chile y España no son solo accidentes o fallos, más bien son una ventana para poder revisitar el “mundo desconectado”, donde la comunicación se dificulta, los servicios esenciales se paralizan y la rutina diaria se ve interrumpida. Esta fragilidad expone una paradoja de nuestro tiempo: cuanto más avanzados tecnológicamente somos, más vulnerables nos volvemos a la ausencia de esa tecnología. Hemos delegado tantas funciones a las máquinas que nuestra capacidad para operar en un entorno analógico se ha atrofiado. La simple tarea de orientarnos sin un mapa digital, comunicarnos sin internet o entretenernos sin pantallas se convierte en un desafío para muchos, aunque quizá no lo es tanto para los que conocimos el mundo análogo.

Este escenario nos obliga a una introspección profunda. ¿Hemos sacrificado resiliencia por conveniencia? ¿Hemos permitido que la fascinación por la innovación nos ciegue ante los riesgos inherentes a una dependencia tecnológica desmedida? La respuesta parece resonar en el silencio que han dejado estos apagones: hemos depositado una fe ciega en la infalibilidad de los sistemas digitales, descuidando la importancia de las alternativas y la capacidad humana para desenvolverse en un mundo menos conectado.
Ante esta realidad, surge una pregunta evocadora: ¿no sería acaso un acto de liberación y fortalecimiento colectivo regresar a las calles en bicicleta, redescubrir el placer de perderse en las páginas de un libro o simplemente detenernos a contemplar la majestuosidad de la naturaleza? Estas actividades, que alguna vez fueron parte integral de nuestra vida cotidiana, no solo nos reconectan con nuestro entorno físico y social, sino que también fomentan la autonomía y la creatividad. En un mundo cada vez más virtual y dependiente, recuperar estas prácticas podrían ser la clave para contrarrestar nuestra vulnerabilidad y redescubrir la nuestra propia existencia. Esta oscuridad digital, paradójicamente, puede iluminar un camino de vuelta a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Creo que es momento de “ponernos las pilas”.